viernes, 28 de diciembre de 2012

Una suerte de inventario...



Cambian los hogares. Cambian las coordenadas de uno mismo y de los otros en la ciudad. 

Cambiamos las ventanas por balcones y terrazas. Cambiamos el lugar-soporte donde solemos sentirnos acobijados pero, ante todo, cambiamos el mangrullo desde donde miramos en perspectiva con la intención, manifiesta o no, de conquistar espacios y tiempos que escapan a las posibilidades intramuros, del aquí y del ahora, de la aprehensión inmediata. Así es como en cada proyección también nos mudamos, camuflados entre las bandadas de pájaros que migran durante los últimos minutos de luz del día o fundidos en algún punto luminoso que surca la noche oscura a millones de años luz. 

Este es un rincón de mi casa que todavía, por novedad, no lo es del todo. Un borde que, hasta el momento, sólo se descubre de esta forma al salir. Una imagen. Una suerte de inventario del estado siempre corporal de la cuestión, mejor dicho, de la vida. Otra suerte de poética del espacio, de disposiciones que, en realidad, no dicen más que de nosotros mismos.

Dentro y fuera. Aperturas. Esa puerta, destrabada del frío metálico del acero, que suele corroerse ante el desuso.

En la pared, antes de la esquina que deriva en otra cara, un atardecer incrustado. Casi ocaso de la noche, calibrado por el peso de las llaves originales, pasadas y actuales. La copia, a disposición. Y a disposición el interruptor que mueve con audaz intermitencia los juegos de luz y los juegos de penumbra.

Pensamos que sabemos lo que sucede cuando abrimos o cerramos la puerta para jugar, pero en realidad no tanto como suponemos. Y así será.